El Domingo de Ramos, Jesucristo hizo Su entrada triunfal en Jerusalén mientras Sus seguidores agitaban hojas de palma y colocaban mantos en Su camino. Rodearon a Jesucristo de amor y alabanza, gritando “Hosanna”, una frase que significa “sálvanos”. Muchos de los seguidores de Jesucristo esperaban que Él los salvara del dominio romano, pero sus objetivos eran más eternos. Jesucristo vino a la tierra no para brindar liberación política sino para salvar a toda la humanidad del pecado y la muerte.

Mientras Jesucristo estuvo en Jerusalén, visitó el templo. Allí, dentro de la casa de Su padre, Jesucristo vio a varios comerciantes haciendo negocios. Jesucristo se horrorizó al ver que un lugar de adoración era profanado y convertido en una “cueva de ladrones” (Lucas 19:46). Hablando con inconfundible autoridad, ordenó a los comerciantes y cambistas que se fueran.

En Jerusalén, Jesucristo estuvo rodeado tanto de partidarios como de críticos. Como maestro de maestros, Él nunca dejó que se desperdiciara una oportunidad de compartir Su sabiduría. Durante la última semana de Su vida, compartió algunas de Sus enseñanzas más perdurables. Pero Sus palabras no estaban destinadas solo a las personas presentes en ese momento. Sus enseñanzas a lo largo de todo Su ministerio también pueden bendecir nuestra vida. Mira algunas de Sus parábolas a continuación.

Durante Su vida en la tierra, Jesucristo enseñó la importancia de amar a Dios y amar a los demás.

“Y Jesús le dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante a este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.” – Mateo 22:37-39

Jesucristo enseñó que el amor de Dios y de nuestro prójimo es el fundamento de Su Evangelio. Cerca del final de Su ministerio, amplió esta enseñanza cuando enseñó: “Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado…En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tenéis amor los unos por los otros.” (Juan 13: 34-35).

Cuando tenemos amor los unos por los otros, es más fácil ser como Jesucristo: somos más pacientes, perdonadores y compasivos con las personas que nos rodean.

Jesucristo observó la fiesta sagrada de la Pascua con Sus apóstoles. Instituyó la sagrada ordenanza de la Santa Cena, en la que se invitaba a Sus discípulos a comer y beber en memoria de Él. Les enseñó acerca del poder consolador del Espíritu Santo. Y, sabiendo que su tiempo con ellos pronto terminaría, les mandó que se amaran unos a otros como Él los había amado. Ese amor, dijo, sería una señal para los demás de que eran sus discípulos.

Después de lo que a menudo se conoce como la Última Cena, Jesucristo pidió a Sus apóstoles que lo siguieran durante la noche a un tranquilo jardín llamado Getsemaní. A pesar de que su Maestro les pidió que se mantuvieran despiertos con Él, los discípulos exhaustos se durmieron. Solo, Jesucristo comenzó a orar y pronto fue vencido por una agonía incomprensible. Allí, en el Jardín, comenzó el proceso de tomar sobre Sí mismo los pecados y dolores del mundo. Era el comienzo de un acto de sacrificio que llegaría a su conclusión definitiva al día siguiente en la cruz del Gólgota.

Más tarde esa noche, Judas Iscariote entregó al Salvador a las autoridades locales, quienes arrestaron a Jesucristo y lo llevaron a la casa de Caifás, el sumo sacerdote. Allí, Jesucristo esperaría Su juicio hasta la mañana siguiente.

Después de una serie de juicios unilaterales, Jesucristo fue sentenciado a muerte por crucifixión. Los soldados romanos se burlaron de Él, lo azotaron y lo clavaron en la cruz. Pero en lugar de condenarlos, Jesucristo rogó a Su Padre “perdónalos; porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34). Incluso en Su momento más oscuro, Jesucristo habló de amor y redención. Con Su último aliento, Jesucristo se dirigió a Su Padre. “Consumado es”, dijo (Juan 19:30). Un testimonio poco probable provino de un centurión romano y de los que estaban con él: “Verdaderamente éste era el Hijo de Dios” (Mateo 27:54). La realización es tan impresionante hoy como lo fue entonces.

Es difícil imaginar la angustia que debieron sentir los seguidores de Jesucristo el día después de Su muerte. La noche anterior, Su cuerpo había sido amorosamente preparado y colocado en una tumba en el Jardín. Ahora les quedaba la tarea de averiguar cómo podría continuar la vida sin Él. Es casi seguro que Su muerte les había quitado algo, pero lo que habían perdido no era nada comparado con todo lo que Su vida les había dado. Ya sea que lo entendieran o no, Jesucristo había forjado un nuevo camino para todos los que lo siguieran, uno iluminado por una esperanza que brilla más que cualquier oscuridad que podamos encontrar.

Temprano en la mañana, María Magdalena, amiga y seguidora de Jesucristo, vino al sepulcro para atender el cuerpo de Jesucristo. Para su asombro, encontró la tumba vacía. Más tarde, mientras lloraba fuera de la tumba, un hombre se dirigió a ella, un jardinero, supuso. Pero luego dijo su nombre: “María”. Y ella volteó a mirarlo. Era Jesucristo, vivo de nuevo. El conocimiento era demasiado maravilloso para contenerlo. Su fe la impulsó a una alegre carrera mientras corría para decírselo a los demás.

Es un testimonio que aún hoy impulsa a la gente. Puedes saber como ella que Jesucristo vive. Gracias a Él, todos vivirán de nuevo. Si seguimos a Jesucristo, podemos encontrar la verdadera felicidad en la tierra y esperar el gozo eterno en la vida venidera.

Gracias por acompañarnos durante toda la Semana Santa. Mientras lees los versículos a continuación, reflexiona sobre todo lo que has aprendido esta semana.